Si invitas a alguien a dar un paseo por un cementerio, es probable que responda con una mirada extraña de reprobación y hasta sugiriendo que estás fuera de tus cabales. Más allá del temor que en general existen por los lugares que almacenan los cuerpos de los seres queridos que se han ido, es lógico pensar que no es un lugar de recreación o disfrute sino, más bien, de emociones que envuelven tristeza e incomodidad.
Yo soy de los primeros, de esos que invitan a visitar un cementerio que tenga algo especial. Si la invitación es rechazada, no hay problema. Mi cámara fotográfica nunca me ha dicho que no y hasta podría decir que ha sido mi mejor compañera.
El Cementerio Municipal de Punta Arenas o Panteón, como me gusta llamarle, se fundó en 1894 en un hermoso terreno ubicado en la Avenida Bulnes, adornado con avenidas de cipreses podados cuidadosamente. Un pórtico monumental, como vía de entrada, invita a recorrer sus calles y pasajes como si fuera una ciudad dentro de otra.
La historia de este cementerio no es menester de historia, historia que espero contar en otra oportunidad. Lo que me encanta de este lugar es lo bien cuidado que se mantiene. Desde sus inicios se concibió con la idea de mantenerlo hermoseado y de hecho, ha sido hermoso desde que tengo memoria. De todas las visitas que le he otorgado, una de las que más me ha gustado es disfrutarlo vestido de blanco. La nieve no ha abundado en la ciudad como lo hacía antes, por lo que si veo que ha amanecido cubierto de nieve y el sol está radiante a primeras horas del día, literalmente he corrido hacia él, para capturar imágenes antes de que el caprichoso sol de Magallanes se esconda tras densas nubes, lo cual pone a prueba mi paciencia.
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